La primicia llegó al diario Sur por vía telefónica durante la calurosa tarde del 6 de marzo de 1990.
– Enganchamos a un sicario de la mafia italiana. ¿Te interesa?
La llamada provenía de la delegación local de Interpol. Otras similares habían sido hechas a las redacciones de Crónica y Clarín. Media hora después, un tipo trajeado con un brilloso diseño de Versace recibió a los periodistas en las oficinas de esa dependencia en el microcentro. Y lucía exultante; además de esforzarse por resultar entrador. De hecho, con una pícara sonrisa, se identificó solamente con el diminutivo de su probable apellido: “Gonzalito”. Costaba creer que aquel hombre fuera un subcomisario de la Policía Federal.
Su siguiente paso fue guiar a los visitantes hacia la Sala de Situación. Allí había otros individuos trajeados que también lucían exultantes. Todos ellos revoloteaban en torno a un sujeto alto y prematuramente canoso, que permanecía apoltronado en un sillón. Pese a la dureza de su gesto, parecía sentirse a sus anchas; dialogaba afablemente con los policías y tomaba café con cierta displicencia. Luego del último sorbo, prendió un cigarrillo que le acababan de ofrecer. Costaba creer que ese hombre fuera el detenido.
En parte, porque la manga de su campera ocultaba las esposas que unían su muñeca izquierda al apoyabrazos del asiento. No menos desconcertante era el brillo alegre de sus ojos al advertir la presencia de Gonzalito. Éste, siempre con su sonrisa, fue diligentemente hacia él para palmearle el hombro, y decir:
– ¿Todo bien, Don Vito?
Tal era el apodo de Valeriano Forzatti, quien, además, arrastraba otro simpático mote: “Il capo di’l sparatori” (“El rey del gatillo”).
En aquella oportunidad, uno de los cronistas alcanzó a preguntarle:
–¿Por qué motivo la justicia italiana pide su extradición?
Su respuesta fue:
– Porque le arrebaté la cartera a una anciana.
Pronunció esa frase en un perfecto castellano. Y la remató con un guiño cómplice. Sus captores le festejaron el chiste con una estruendosa carcajada. Y él, dándose por satisfecho, volvió a concentrarse en el cigarrillo.
El perdonavidas
Este siciliano de 38 años era considerado como uno de los killers más eficaces y prolíficos de la Cosa Nostra. Al respecto, en Italia se le atribuía un centenar de “contratos” cumplidos en tiempo y forma. Entre estos resalta el que pasó a la historia como “La masacre de Laguna Blue”. Así se llamaba un pequeño cabaret ubicado en las afueras del pueblo de Mesola, en el noreste de Italia, equidistante entre Bolonia y Venecia.
Durante la madrugada del 2 de febrero de 1989, Don Vito irrumpió allí empuñando una pistola Glock para avanzar con pasos firmes hacia una mesa situada en el fondo del local. Entonces estalló el infierno.
El primer tiro hizo blanco entre las cejas de un hombre; era el propietario del lugar, un mafioso de poca monta que se había quedado con un vuelto. El segundo tiro malogró a su hijo; un reguero de sangre y parte de su masa encefálica fueron a dar sobre la cara de una mujer que parecía ser su novia. Ella empezó a chillar. Pero un tercer disparo la calló para siempre.
En ese instante, alguien en la barra atinó llevarse una mano a la cintura. Resultó un gesto infructuoso: Forzatti, que había percibido ese movimiento como si tuviera ojos en la nuca, giró sobre sí mismo para gatillar otra vez. Y, por las dudas, también acribilló al tipo que estaba detrás de la caja registradora. Ambos cayeron al unísono. Luego se impuso un espeso silencio. Hasta que el sicario, por despedida, le dedicó a la aterrada concurrencia las siguientes palabras:
–Ustedes no han visto nada, ¿estamos? Y jamás olviden de que hoy les he perdonado la vida.
Por ese hecho, un juez peninsular había librado en su contra una orden de captura internacional. Pero todo indica que el pistolero permaneció en Italia hasta el año siguiente, protegido por sus empleadores y por su gran habilidad para sobrellevar una existencia clandestina. Aunque sin permanecer inactivo, dada la sangrienta guerra entre clanes mafiosos que por entonces sacudía a su ya de por sí turbulenta tierra natal.
De manera que su intempestivo arribo a Buenos Aires sólo podía interpretarse como un viaje de trabajo. Sin embargo, aún se ignoraba la identidad de su posible víctima.
Forzatti fue arrestado en el Hotel Esmeralda, un discreto alojamiento de tres estrellas a metros del Obelisco, tal como consignaba un breve comunicado de Interpol. En cambio, se mantuvo en absoluto secreto la compleja trama que guió a los policías hacia su persona.
El pistolero fue profusamente fotografiado durante la mañana siguiente, en ocasión de ser llevado al despacho del juez Héctor Grieben. Esas imágenes recorrieron el mundo. Luego, su figura cayó en el olvido. No obstante, lo que pareció ser el epílogo de una saga criminal se convertiría en el disparador de una tragedia signada por la paranoia, el error y la muerte.
El asustado
El abogado Pedro Bianchi algo sabía de esta historia.
A los 75 años, aquel veterano penalista estaba más allá del bien y del mal. Tanto es así que conservaba algunas costumbres juveniles, como portar una vieja pistola Ballester Molina, a la que decía querer más que a sus propios hijos. También mantenía una inquietante cartera de clientes, entre los que se destacaban hampones de fuste, algunos represores y hasta un criminal de guerra nazi.
En ese marco, no resultó extraño que haya asumido la defensa de Gaetano Fidanzati, un alto dignatario de la Cosa Nostra capturado en Buenos Aires el 22 de febrero de 1990.
Había llegado a la Argentina en diciembre de 1987, esquivando así una condena a prisión perpetua dictada poco antes por un tribunal romano. Pero también había dejado en Europa algunas cuentas pendientes y una larga lista de enemigos. Sin embargo, a través de una eficiente red de emisarios, pudo manejar sin inconvenientes los hilos de sus negocios en el sur de Italia, que giraban en torno al contrabando de diamantes y al tráfico de heroína. Lo cierto es que su estadía porteña fue apacible. Hasta que uno de sus hombres detectó en Buenos Aires la llegada de Don Vito.
Al respecto, Bianchi diría unos años después:
–El pobre Fidanzati entonces entró en pánico.
En resumidas cuentas, éste no tardó en masticar la certeza de que en el equipaje del killer había una foto con su rostro y una bala reservada para él. A partir de ese momento, abrazó la estrategia de la desesperación. Es decir, para salvar el pellejo negoció su entrega con la Policía Federal, revelando asimismo la presencia en el país del temido pistolero. De modo que entre su arresto y el de Don Vito hubo apenas 12 días.
Fidanzati pensaba que su paso por la cárcel sería pasajero. Al menos eso fue lo que le había dicho el viejo Bianchi, que lo asesoró desde el principio en su peligrosa jugada. El astuto abogado le juró que de esa manera podría evitar su extradición a Italia, blanqueando así su residencia en Argentina. Y todo por la módica suma de 200 mil dólares, que el mafioso le pagó al contado.
Fidanzati fue extraditado a Italia en diciembre de 1992.
Bianchi explicaría ese revés judicial con sólo cuatro palabras:
–No sé. Algo falló.
El jefe mafioso terminó alojado en una penitenciaría de Roma. Y grande fue su sorpresa al enterarse de que Don Vito en realidad no había cruzado el Atlántico para matarlo a él sino a Francesco Marianello, otro mafioso siciliano que a su vez vivía exiliado en Miramar. La naturaleza tragicómica de tal error provocaría su descrédito en el severo mundo del crimen organizado.
Forzatti, por su parte, languidecía en la cárcel de Devoto. Allí tuvo lugar el dramático epílogo de esta trama
El despenado
La situación del killer en el penal de la calle Bermúdez no era envidiable. Que su cabeza tuviera precio era un secreto a voces. La difusión en la prensa de su captura hizo que todos sus enemigos supieran el sitio en el que se encontraba. Por ello, había sido alojado en un “pabellón de refugiados”, donde compartía sus días con toda clase de psicópatas, soplones y violadores.
Aún así le llegaban amenazas del mundo exterior. La peor fue el avance de su trámite de extradición. Don Vito sabía que si ello prosperaba, se toparía en alguna cárcel italiana con una muerte segura.
Tanto es así que, con las manos en posición de rezo, le imploró al juez Grieben que frenara ese trámite. Eso ocurrió en febrero de 1993. Pero no hubo caso: su viaje de regreso a Roma fue fijado para abril de ese mismo año. En consecuencia, apeló a un recurso extremo: fabricarse un delito argentino para así abortar su partida.
En la noche del 7 de marzo, Don Vito arrancó un caño del lavatorio de su celda para matar a un guardia. Y concretó aquel paso golpeando una y otra vez la cabeza de su víctima. Tal vez entonces no haya imaginado que dicho crimen activaría el dispositivo de su propia muerte. De ello se encargarían los colegas del difunto.
Dos noches después, tras ser arrebatado de su camastro por un puñado de siluetas uniformadas de gris, recibió una impiadosa golpiza. Así, exhaló su último suspiro unas horas después, a raíz de una hemorragia interna. Tenía 18 fracturas en el tórax y otras tantas en el cráneo.
Su muerte quedó impune.
Pero en un sentido literal, Valeriano Forzatti había logrado su objetivo: nunca fue extraditado a Italia.