Durante la mañana del 23 de febrero de 1985, seis hombres abordaron en el aeropuerto de Guadalajara un aerobús con destino a la ciudad de Hermosillo, capital del estado de Sonora; uno de ellos, el más joven, lucía un tupido bigote y cabello ensortijado. Tres días después, el comandante de la Policía Judicial, Armando Pavón Reyes, reconoció a ese sujeto en una foto algo borrosa que le puso ante los ojos el agente de la DEA Mike Balasino. Y sus palabras fueron:
–Este señor es de la Dirección Federal de Seguridad.
Aludía al hecho de que, antes de subir al avión, el tipo había chapeado una credencial de ese organismo.
Por toda respuesta, el norteamericano maldijo por lo bajo. Y agregó:
– Este señor no es otro que Rafael Caro Quintero.
Su interlocutor simplemente enarcó las cejas.
Caro Quintero, de solo 29 años, era el patrón del cártel de Guadalajara y, junto a Félix Gallardo y Ernesto Fonseca (a) Don Neto, controlaba por esos días el negocio de las drogas en México. Tenía bajo su mando un ejército de unos mil hombres armados y había acumulado una fortuna calculada en 100 mil millones de pesos (500 millones de dólares). En Guadalajara era dueño o accionista de unas 300 empresas, entre las que se encontraba la distribuidora de autos Country Motors (Ford) y el hotel Holiday Inn. Allí, además, poseía 36 propiedades y el rancho Villa Guadalupe. También tenía otras residencias en Zacatecas y Sinaloa pero la más grande de todas se hallaba a 25 kilómetros de Caborca, Sonora, que impresionaba por su fastuosidad. Era la hacienda El Castillo, cuyo casco imitaba las formas de un alcázar medieval.
Balasino conjeturó que justamente él allí podía estar refugiado. Y soltó esa hipótesis en voz alta. Pavón Reyes asintió con un leve cabeceo.
Ocurre que el exitoso narco se había metido en un verdadero problema. El 8 de diciembre del año anterior había sido allanado un establecimiento rural llamado El Búfalo, en el estado de Chihuahua. Caro Quintero despuntaba allí un ambicioso proyecto: la cosecha agroindustrial de marihuana sin semilla. Se trataba de una verdadera revolución en el rubro, para la cual hacía uso de una fuerza productiva compuesta por unos siete mil campesinos. En resumen, esa incursión policial concluyó con la quema –ante las cámaras de televisión– de ocho mil toneladas de la exquisita pócima verde; era la mayor cantidad jamás destruida junta en la historia de la lucha contra las drogas. Ello, claro, fue un duro golpe al patrimonio de Caro Quintero. Y desató su ofuscación.
A los dos meses, llegó a sus oídos un nombre: Alfredo Zabala Avelar. Era un piloto de la Secretaría de Agricultura y Recursos Hídricos, quien desde su avioneta había visualizado la faraónica plantación. Y no tardó en decírselo a un conocido suyo: el agente de la DEA Enrique Camarena Zalazar. Aquella infidencia derivaría en el operativo policial. Pero eso no les salió gratis: ambos fueron secuestrados en el centro de Guadalajara el 6 de febrero.
En la última tarde de ese mes, Caro Quintero recibía en El Castillo a un inesperado visitante. El tipo fue directamente al grano.
–La DEA sabe que estás aquí.
El narco asimiló la frase con una sonrisa.
Eso causó el desconcierto al hombre sentado frente a él. Era nada menos que el comandante Pavón Reyes.
Caro Quinteros le propuso un plan. El policía aceptó.
Siete días después, en base a un presunto dato anónimo que señalaba al rancho El Mareño, al oeste de Michoacán, como el lugar en el que Camarena y Zabala estaban cautivos o ya muertos, Pavón Reyes encabezó un espectacular operativo policial. Ese establecimiento pertenecía al ex diputado local Manuel Bravo Cervantes, quien en la ocasión fue acribillado a tiros junto a su mujer y sus cuatro hijos al intentar resistirse, según dirían luego los uniformados. Los cadáveres del agente de la DEA y del piloto fueron hallados minutos después en una fosa junto al huerto. Desde luego, fue una burda puesta en escena para encubrir la responsabilidad de Caro Quinteros en el doble crimen. Lo cierto es que Pavón Reyes, en vez de ser arrestado, sólo fue destituido de su puesto. En cambio, Caro Quinteros se transformó en el hombre más buscado de México.
Para él, en consecuencia, había llegado la hora de poner los pies en polvorosa. Pero no sin finiquitar un asunto pendiente.
El 8 de marzo, el ex secretario de Educación de Jalisco, César Octavio Cosío Martínez, denunció al fugitivo por el secuestro de su hija Sara, de 18 años.
La obsesión
En rigor, no era la primera vez que a ella le sucedía eso.
El 16 de diciembre de 1984, Sara había ido con su novio, Martín Curiel Becerra, a una boda en la lujosa residencia de alguien que ella no conocía. Ese alguien era Don Neto. Sus guardaespaldas, armados hasta los dientes, recibían a los invitados con una fría cortesía. Tal detalle intimidó a la muchacha, por lo que decidió retirarse no sin discutir con Martín antes de subirse a su auto.
En esas circunstancias, irrumpieron dos sujetos que, tras desplazarla del volante, partieron con su presa a todo trapo. Uno de ellos la encañonó con una pistola de oro puro con incrustaciones de nácar, carey y rubíes. Así fue como Sara conoció a Rafael, quien le confío haberla raptado para casarse legalmente con ella. A partir de ese momento, el traficante y la chica iniciaron un periplo que incluyo los estados de Sinaloa y Sonora. Siete días después, luego de que diversas corporaciones policiales acosaran a Caro Quintero en Caborca, éste decidió liberar a Sara a cambio de que cesara la persecución.
Lo cierto es que Sara era un buen partido. Además de ser la primogénita del influyente César Octavio, su tío era el cacique local PRI, Guillermo Cosío Vidaurri, quien años después sería gobernador de Jalisco. Ella, por entonces, cursaba el sexto semestre del bachillerato, tenía la intención de estudiar diseño y era, en razón a su gran parecido a la actriz francesa Marie Laforet, una de las mujeres más bellas de Guadalajara. No en vano, Caro Quintero había perdido la cabeza por ella. Tanto es así que, que entre el final de su primer secuestro y el comienzo del segundo, el enamoradizo narco le enviaba regalos como una Ferrari, relojes y joyas, que la irreductible Sarita le devolvía rigurosamente. Y según contaba su padre, ella en alguna ocasión hasta increpó a su pretendiente con las siguientes palabras: “Deja ya de molestarme, no te quiero. Nunca te he querido. No te puedo querer. Yo no te conocía. Yo no debo ni puedo casarme contigo”. Eso, claro, según el papá.
El hecho es que al culminar la primera semana de marzo, Caro Quintero era afanosamente buscado por las ejecuciones de Camarena y Zabala Avelar, como también por el secuestro de la señorita Cosío. A su vez, Pavón Reyes ya había sido puesto fuera del juego, y otros jefes policiales que solían proteger al escurridizo capo le habían soltado la mano.
En el atardecer del 17 de marzo, el agente Balasino, junto a otros cuatro hombres de la DEA y 20 efectivos de la policía mexicana vigilaban El Castillo desde un cerro situado a tres kilómetros de allí. El rancho era imponente; tenía tres mil cabezas de ganado, caballerizas, una iglesia y una pista aérea. Pero no había rastros de su propietario. Después supieron que, al clarear, había partido de aquel lugar en un jet junto a ocho guardaespaldas y Sarita. Y ya estaba en San José de Costa Rica.
Final de cuentas
Caro Quintero se sentía a salvo. Junto a su comitiva se había alojado en una suntuosa residencia ubicada al oeste de la capital costarricense. Era el huésped de honor del narco hondureño Rubén Mata Ballesteros, un zar de la cocaína en México y enlace entre las mafias de Estados Unidos y las de América del Sur.
Exactamente las 5.45 de la madrugada del 4 de abril, un grupo de elite de la policía local –la Unidad Especial de Intervención (UEI) – irrumpió en la guarida de Caro Quinteros a petición de la justicia de México. En el instante de ingresar a la recámara principal, el jefe del cártel de Guadalajara y la hija del ex ministro dormían desnudos en una enorme cama.
Rafael apenas atinó a entornar los ojos para luego sorprenderse ante la visión de unos 25 hombres vestidos de fajina, con pasamontañas y fusiles de asalto. Primero creyó que se trataba de un robo. Estaba asustado. No sabía de qué se trataba. Hasta que un agente le leyó la orden de un juez, quien dispuso el allanamiento por el delito de secuestro.
En ese instante, Sarita saltó del lecho y, con un dejo de indignación, sus palabras fueron:
– ¡Yo no estoy secuestrada! ¡Yo estoy enamorada de Caro Quintero!
Ya extraditado a México, el narco ofreció pagar la deuda externa de su país a cambio de impunidad. La propuesta fue rechazada. En 1986 fue condenado a 40 años de prisión por el doble homicidio de Camarena y Zabala Avelar.
Su cómplice, el comandante Armando Pavón Reyes, murió a raíz de un paro cardíaco en julio de 2007.
Sara Cosío se casó con un abogado de Jalisco, con quien tuvo dos hijos. Su nombre suele salir en la sección social de los diarios de Guadalajara.
En 2013, un juez le concedió a Caro Quintero la libertad. Sin embargo, los Estados Unidos aún mantienen un pedido de extradición en su contra y una recompensa por su captura. De manera que él pasó a la clandestinidad. Desde entonces no se sabe nada sobre su paradero. Un final acorde con su leyenda.